lunes, 15 de febrero de 2016
CD 148 – Con Voz Propia: Octavio Paz
Octavio Paz por Él Mismo
1954-1964
Por Anthony Stanton
I.- México: 1954-1959
Encuentros y reencuentros
En el México de 1955 la satisfacción era generalizada entre políticos, banqueros, líderes de obreros y de campesinos. Incluso muchos intelectuales se habían contagiado de ese optimismo. Por fortuna, la nueva generación tenía una actitud resueltamente crítica, pero su crítica no era ideológica sino artística, literaria, poética. Era la visión de poetas, escritores y artistas. En cierto modo, su actividad continuaba la de los Contemporáneos y la que habíamos adoptado algunos artistas y poetas de mi generación. También ellos tuvieron que enfrentarse al nacionalismo y al arte con mensaje ideológico. Al mismo tiempo, en su visión más bien crítica y pesimista de la sociedad y las realidades de México, disolvieron muchas de las falsas oposiciones que nos habían desgarrado y paralizado a nosotros.
Por esos días, justamente cuando mis amigos preparaban el primer número de la Revista Mexicana de Literatura, fui invitado a dar unas conferencias en San Luis Potosí y en Monterrey. Hice el viaje y me impresionó no solamente el vasto desierto sino también la pobreza de la gente del campo. Ese paisaje desolado me produjo tristeza y desesperación. Era la otra cara de la prosperidad de que estaban tan orgullosos los grupos dirigentes del país. A mi regreso escribí El cántaro roto, comenzando en el tren, que fue publicado en el primer número de la Revista Mexicana de Literatura. Se provocó un pequeño escándalo porque la prensa conservadora me acusó de haber escrito un poema comunista. Hubo muchas y encendidas polémicas. El cántaro roto, desde un punto de vista poético, literario, acusa no sólo mi tránsito por el surrealismo sino también por la poesía náhuatl.
Creo que hay una continuidad entre el Sacerdote azteca, el Virrey y el Presidente. Es la continuidad en la dominación. En el arquetipo mexicano del poder político hay dos elementos: Por una parte, la imagen religiosa y abstracta del sacerdote azteca; por la otra, la imagen del Caudillo. Esto último es una noción hispanoárabe viva en el inconsciente de los pueblos latinoamericanos y en España. El Caudillo rige la historia de los pueblos hispánicos, pero en México oscilamos entre éste y el Tlatoani azteca.
En El cántaro roto, el pasado de México aparece como un presente permanente: A veces es el sacerdote azteca, otras es el obispo católico o el inquisidor, el caudillo de la Independencia, el general revolucionario o el banquero, y siempre es el mismo personaje: El cacique gordo de Cempoala -el aliado de Cortés.
Casi al mismo tiempo en que me abandonaba al fluir del murmullo interior -aunque con los ojos abiertos-, empecé a leer a los poetas japoneses y después a los chinos. Fue un recurso inconciente para oponer un dique al desbordamiento surrealista.
Mi pasión por la poesía china y japonesa es anterior a mi primer viaje a Oriente. Comenzó a fines de 1945, en Nueva York. Mi estancia en esa ciudad coincidió con la muerte de Tablada, que desde hacía años se había instalado en Nueva York. Fui a la biblioteca de Nueva York, pedí sus libros y volví a leerlo. El ejemplo de Tablada me llevó a explorar por mi cuenta la literatura japonesa y, después, la china. Mi primer viaje a Oriente me hizo profundizar y ampliar mis lecturas de poesía china y japonesa. Leí muchísimas traducciones de poesía japonesa y china y entre ellas recuerdo siempre con placer a las de Arthur Waley. Es uno de mis santos patrones. A mi regreso a México, animado por Donald Keene -otro de mis guías- me atreví a traducir, con la ayuda de Eikichi Hayashiya, el Haibum de Basho: Oku no Homosichi (Sendas de Oku). Fue la primera traducción de ese clásico japonés a una lengua de Occidente. No tuvo ni una solo nota crítica y los mil ejemplares de la edición tardaron en venderse diez años.
Piedra de sol (1957) es el último poema de La estación violenta y con él se cierra este período que comenzó en 1935. Está escrito en endecasílabos y recoge mis experiencias con la poesía española e hispanoamericana, desde el siglo XVI hasta nuestros días, mi experiencia del surrealismo, mi experiencia de la política y la historia del siglo XX, tal como las viví, las padecí y las pensé. Por último, recoge ciertas preocupaciones que no sé si serán de orden filosófico o religioso, pero son vitales, humanas. Son preguntas que se hacen los hombres en el siglo XX y que, quizás, se han hecho en todos los siglos.
El poema está impregnado de la visión mítica del tiempo, una visión circular; pero también de la visión lineal y sucesiva de la historia. La ley del mito es la repetición cíclica: Lo que sucedió una vez volverá a suceder. La historia, invención del Occidente judeocristianismo, es tiempo irreversible: Lo que pasó una vez no volverá a pasar. La historia es el único mito del Occidente moderno, como el mito es la única historia que conoció la India antigua. El sujeto de la historia no es el hombre concreto, real, Juan, Pedro, tú, yo, nosotros, sino un ente que llaman la Humanidad. El sujeto de los mitos tampoco es el hombre, porque los dioses juegan con los hombres como los niños con sus trompos y sus canicas. La historia y el mito son gigantescos solipsismos en los que la historia se dice a sí misma y el mito se cuenta a sí mismo. ¿Pero dónde está la realidad real? ¿Cómo salir de la historia y de su tiempo asesino? ¿Cómo salir del mito y de su tiempo fantasmal? Quizá hay dos vías de salida, dos vías que en algún momento se unen: El amor y la contemplación. Piedra de sol fue una tentativa por expresar las experiencias de una generación marcada por el hitlerismo y el stalinismo, la segunda guerra mundial, la bomba atómica y la guerra fría.
Empecé a escribir este poema a principios de 1956. No tenía plan, no sabía lo que quería escribir. Piedra de sol se inició como un automatismo. Las primeras estrofas las escribía como si, literalmente, alguien me las dictara. Lo más extraño es que los endecasílabos brotaban naturalmente, y que la sintaxis, y aún la lógica, eran relativamente normales.
De pronto sobrevino una interrupción: Había escrito unos treinta versos y no pude seguir. Salí al extranjero por dos semanas -trabajaba en aquellos años en Relaciones Exteriores- y a mi regreso, al releer lo escrito, sentí la necesidad de continuar el texto. Volví a escribir con una extraña facilidad. Pero en esa ocasión intenté utilizar la corriente verbal y orientarla un poco. Poco a poco el poema se fue haciendo, me fui dando cuenta de hacia dónde iba el texto. Fue un caso de colaboración entre lo que llamamos el inconsciente, y que para mí es la verdadera inspiración, y la conciencia crítica y racional. A veces triunfaba la segunda, a veces la inspiración.
Otra potencia que intervino en la redacción de este poema: La memoria. Esta palabra quizá no es sino otro nombre de la inspiración. Para mí, a diferencia de los surrealistas, la memoria es el origen de la poesía. Por ser obra de la memoria, Piedra de sol es una larga frase circular. El poema acaba donde comienza. Tiene 584 versos. Me asombró la analogía con el tiempo circular precolombino. Tiene 584 líneas porque el tiempo que tarda el planeta Venus -Quetzalcóatl para los antiguos mexicanos- en hacer la conjunción con el sol, es también de 584 días. El planeta Venus aparece como estrella de la mañana y como estrella de la tarde y esa dualidad ha impresionado a todos los hombres de todas las civilizaciones. El poema está fundado en esta dualidad, en esta ambigüedad.
II.- París: 1959-1961
Amistades
En 1959 volví a París. A poco de mi llegada murió ese gran amigo mío que conocí en la época de la segunda guerra mundial, en México, Benjamin Péret. Fue un amigo ejemplar, un revolucionario incorruptible y un poeta admirable. Continué mi amistad con André Breton. En muchas ocasiones escribo como si sostuviese un diálogo silencioso con Breton: Réplica, respuesta, coincidencia, divergencia, homenaje, todo junto. No olvidaré nunca, entre todas nuestras conversaciones, una que sostuvimos en el verano de 1964, un poco antes de que yo regresase a la India. No la recuerdo por ser la última sino por la atmósfera que la rodeó. No es el momento de relatar ese episodio. (Algún día, me lo he prometido, lo contaré.) Para mí fue un encuentro, en el sentido que daba Breton a esta palabra: Predestinación y, asimismo, elección.
Aquella noche, caminando solos los dos por el barrio de Les Halles, la conversación se desvió hacia un tema que le preocupaba: El porvenir del movimiento surrealista. Recuerdo que le dije, más o menos, que para mí el surrealismo era la enfermedad sagrada de nuestro mundo: Negación necesaria de Occidente, viviría tanto como viviese la civilización moderna, independientemente de los sistemas políticos y de las ideologías que predominen en el futuro. Mi exaltación lo impresionó, pero repuso: La negación vive en función de la afirmación y ésta de aquélla; dudo mucho que el mundo que empieza ahora pueda definirse como afirmación o negación: Entramos en una zona neutra y la rebelión surrealista deberá expresarse en formas que no sean ni la negación ni la afirmación. Estamos más allá de reprobación o aprobación...
También, gracias a un viejo amigo, uno de los fundadores de Dadá en París, conocía a Georges Bataille. Nos hicimos amigos y yo pensaba traerlo a México para que diera unas conferencias, pero se enfermó y su muerte impidió la realización de esta idea. Hay algo que pocos saben: Bataille estaba muy interesado en México. El primer ensayo que publicó es justamente sobre la función, digamos simbólica, de los sacrificios humanos en el mundo azteca. Otro escritor al que vi con frecuencia durante esta segunda estancia en París fue el escritor rumano Cioran, un escritor que une la perfección a la lucidez. De él pude disfrutar la sensación a la vez mística y metafísica, el vértigo cristalino, el vértigo de la transparencia. Otro amigo, muy distinto a los amigos surrealistas, aunque él en una época lo fue, Yves Bonnefoy. Nos unió nuestra común tentativa, aunque cada uno por vías muy distintas, no tanto por ir más allá del surrealismo, sino más bien por regresar a la poesía como una fuente original, una fuente de principio de la palabra, es decir, concebimos a la poesía no como una conquista del futuro, como una búsqueda de la soledad, sino como una vuelta a la autenticidad.
III.- La India: 1962-1964
Aprendizajes
En 1962 dejé París por Delhi. No era mi primera visita al Oriente. Entre 1951 y 1952, también trabajando para la Secretaría de Relaciones Exteriores, había vivido cerca de un año, primero en la India y después en el Japón. Desde esa época me habían interesado profundamente las civilizaciones de la India y la de China, Japón y Korea. Sin propósito de erudición, pero movido por algo más que la curiosidad intelectual o estética, había leído ya algunos de los grandes libros filosóficos y poéticos de India, China y Japón. La verdad es que me sentía más cerca de la poesía y la prosa de China y Japón que de la gran literatura sánscrita de la India. En cambio, el pensamiento indio me fascinaba y todavía me fascina: Grandiosa unión, rigor lógico, delirio especulativo y fabulación mítica. Los seis años en la India fueron un continuo descubrimiento. Los paisajes y las gentes en sus paisajes, mejor dicho, las gentes como si fuesen paisajes, pero no paisajes físicos sino históricos y cíclicos. Paisajes humanos que no eran como lugares de intersección entre lo que llaman los antropólogos la naturaleza y la cultura.
El sistema social indio posee la geometría de una construcción racional y la persistencia de un paisaje natural. Por eso tal vez ha resistido durante milenios a la erosión de la historia. El mismo entrelazamiento se advierte en la arquitectura, que es más bien una escultura monumental cuya riqueza evoca más que nada la proliferación vegetal y animal de la naturaleza. Pero esta arquitectura-escultura da la impresión también de ser un producto fantástico, una construcción de la fantasía. En la India, una vez más, se conjugan naturaleza y cultura. Por ejemplo, los dos grandes extremos de su vida espiritual y religiosa, el ascetismo y la sensualidad, no son dos polos opuestos como entre nosotros, sino dos notas musicales que se unen y separan y vuelven a unirse: Encarnación y desencarnación. Lo mismo en el hinduismo que en el budismo encontramos, a veces simultáneamente, el doble y contradictorio movimiento hacia la encarnación y hacia la desencarnación.
Algunos ven en la India no sé qué fuente misteriosa de sabiduría espiritual, una sabiduría hecha de los lugares comunes de un orientalismo trasnochado; otros ven en ella la imagen misma del horror, la miseria, el subdesarrollo... Ambas ideas son falsas. Porque no se puede hablar de la India a la ligera. Recordemos nuevamente que esa gran civilización nos ha dado al Buda y a Gandhi. No hay nada que me irrite más que todos esos periodistas, técnicos y expertos que, apenas desembarcados en Bombay, empiezan a dar consejos a los indios. Yo no dudo de sus buenos sentimientos cristianos, de sus buenos sentimientos capitalistas o de sus buenos sentimientos marxistas-leninistas. Tampoco dudo de su ignorancia. No son menos etnocéntricos que los imperialistas del XVIII y del XIX.
Este encuentro cambió mi vida, porque aquella muchacha no tardó en convertirse en mi mujer (Marie-José). Después de nacer, es lo más importante que me ha pasado.
En la India, en 1964, nos casamos debajo de un gran árbol, un nim muy frondoso. Los testigos fueron muchos mirlos, varias ardillas y tres amigos.
Nosotros le pedimos al nim que nos casara.
El árbol estaba lleno de ardillas y arriba, en las ramas más altas, a veces se posaban aguiluchos y también muchos cuervos. Cerca de nuestra casa había unos mausoleos musulmanes. Cada mañana veíamos bandadas de pericos que venían desde un extremo de la ciudad a las tumbas; al atardecer, volvíamos a ver las mismas bandadas volando sobre nuestra casa.
Una mañana estábamos desayunando en el jardín y de pronto sentimos que descendía sobre nosotros en línea recta una sombra negra que chocó contra la mesa y desapareció. Era un gavilán ladrón de comida. En los atardeceres el cielo del jardín se cubría de unos pájaros que volaban pesadamente en círculos. Descubrí que no eran pájaros sino murciélagos. No, no son animales repulsivos... En las tardes de invierno el jardín aquel se iluminaba con una luz pareja, más allá del tiempo. Una luz, diría, imparcial, reflexiva. Recuerdo que le decía a Marie-Jo: "Será difícil que olvidemos las lecciones metafísicas de este jardín". Ahora lo diría de otro modo. “¿Por qué metafísicas?” “Será difícil que olvidemos las lecciones de aquel jardín". Lecciones de una amistad, una fraternidad con las plantas y los animales. Todos somos parte de lo mismo.
Para los occidentales la naturaleza es una realidad que hay que dominar y usar. Esta creencia es la base, el fundamento de nuestra ciencia y de nuestra tecnología. Para los indios la naturaleza es todavía una madre que puede ser benévola o terrible. Además, no hay fronteras claras entre el mundo animal y el humano. Esta actitud puede llegar a extremos inconcebibles para nosotros. Dos de los problemas más graves de la India son el exceso de población humana y el de población vacuna. Pues yo leí en un diario de Delhi un editorial muy serio en el que se proponía -esto pasaba antes de la píldora del loop- la instalación de una fábrica destinada a producir por millones dos tipos de diafragmas uterinos, uno para las mujeres y otro para las vacas.
La India nos enseñó, a Marie-Jo y a mí, la existencia de una civilización distinta a la nuestra. Y aprendimos no sólo a respetarla sino a amarla. Aprendimos sobre todo a callarnos.
Lo que nos propone el budismo es el fin de las relaciones, la abolición de las dialécticas -un silencio que no es la disolución sino la resolución del lenguaje.
(Fuente: Periódico Reforma, 10 de abril de 1994, pp. 12D y 13D
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Producción General y Edición: Blanca Curia
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