martes, 30 de mayo de 2017

CD 179 - Charles Dickens: “Un Amigo para toda la Vida”


Reencuentros con Samuel Pickwick

Julio Cortázar

Un humorista cuyo nombre se me olvida, por razones que acaso Freud conoce, dijo que un prólogo es algo que se escribe después se pone antes y no se lee ni antes ni después.

A riesgo de correr tan amarga suerte, me abandono al placer de una presentación que sé esencialmente inútil frente a una de esas obras que vuelven el mundo más soportable y divertido, cualidades cada día más necesarias pero que una parte capital de la literatura contemporánea deja de lado por razones no menos capitales.

Si el humor es esa ilógica y admirable capacidad humana de hacer frente a la sombra con la luz no para negarla sino para asumirla y a la vez mostrarle que no nos dejaremos envolver por ella. Los papeles póstumos del Club Pickwick valen como uno de esos raros reductos donde el humor se concentra hasta lograr una máxima tensión y una jubilosa eficacia. Traducido a todas las lenguas imaginables forma parte de esa literatura que no se menciona casi nunca en las discusiones trascendentales pero que ocupa un lugar inamovible en la biblioteca del recuerdo en ese sedimento de la infancia y la adolescencia que los críticos suelen dejar de lado para ocuparse de influencias y corrientes más grávidas. Como los personajes de Mark Twain y Lewis Carroll, las imágenes y las aventuras de Samuel Pickwick y sus amigos son el trasfondo inicial de muchas vocaciones literarias valen como intercesores entre la áspera vida que espera en el umbral de la adolescencia y la certeza interior de que el reino de lo imaginario no se detiene ahí y puede seguir llenando de gracia y de ternura nuestro paso por las cosas y los años.

Por todo eso quisiera mostrar a una generación más joven que la mía por qué y cómo siento a Pickwick tan cerca de mí lo más probable es que mi especial relación con su mundo se haya dado o se dará en casi todos sus lectores y por eso no vacilo en entrar en lo autobiográfico allí donde resulta imposible hablar de una obra literaria sin esa, temprana participación personal que domina en la infancia y en la primera juventud cuando leer es vivir los sueños ajenos con la misma fuerza y la misma fascinación que los sueños propios.

No escribo esto como crítico sino como un fiel enamorado participante del mundo pickwickiano, como alguien que a lo largo de su vida ha tornado y retornado a esas páginas que tienen la misma magia de tantas ciudades o paisajes a los que se regresa por nostalgia, por un irresistible llamado a volver a ver a volver a ser eso que se fue en otro tiempo y otra edad.

Quienes me conocen no se extrañarán de que el azar haya tenido alguna intervención en lo que estoy escribiendo. Hace unos meses entré en esa recurrente nostalgia de Pickwick que me asalta cada tantos años pero no tenía tiempo para leerlo con calma y dejé irse los días sin decidirme a empezar algo que sería interrumpido a cada momento. Justamente entonces vi en una librería una nueva edición anotada que no conocía y comprendí que el signo estaba dado y que la hora había sonado. Lo que sonó además fue el teléfono casi al día siguiente con una invitación de los amigos del Círculo de Lectores para que les prologara esta nueva edición española. Como tantas veces en mi vida la casualidad se volvió causalidad y aquí está el efecto. Mi relectura de Pickwick (y van…) se hizo dentro de condiciones privilegiadas pues además de seguir el texto en una edición que tiene el encanto adicional de explicaciones y aclaraciones a veces necesarias y siempre divertidas lo leí con una participación más profunda que nunca ahora que debía precederlo con estas páginas en su versión española. Y la próxima vez -ojalá el tiempo me alcance todavía, ojalá una vez más pueda yo entrar con los alegres caballeros pickwickianos en cualquiera de las posadas donde esperan la risa el ron y las chisporroteantes chimeneas donde todo puede suceder y todo va a volverse cuento, sueño y bien ganado fin de capítulo.

Apenas abrí el libro fue el vertiginoso salto atrás de siempre, mi regreso a la primera lectura de Pickwick en español en una época que ya no alcanzo a situar. Pienso que debía tener once o doce años cuando me cayó en las manos la edición de Sáenz de Jubera que desgraciadamente se quedó en alguna biblioteca de Bánfield o de Buenos Aires ya para siempre fuera de mi alcance. En esa colección de gran formato y textos a doble columna con horrendas tapas ilustradas a todo color figuraba la mayoría de los autores que devoré en esos años y cuyos méritos variaban vertiginosamente aunque mi hambre de lectura no estableciera mayores diferencias entre Víctor Hugo y Eugenio Sue o entre Walter Scott y Xavier de Montepin. Si aún tuviera a mano ese Pickwick podría dar detalles sobre la traducción que supongo tan desenvuelta e inescrupulosa como muchas otras en la misma serie. Si por ejemplo Dostoievski producía la penetrante impresión de haber pasado del ruso al francés y de ahí a Sáenz de Jubera con las consecuencias imaginables, la novela de Dickens había sufrido interesantes transformaciones empezando por la supresión del primer capítulo que el traductor debió estimar poco divertido y siguiendo por el título que se metamorfoseó en Aventuras de Pickwick.

En esa época vi cosas todavía peores, por ejemplo una traducción de Mark Twain que se llamaba jacarandosamente Las aventuras de Masín Sawyer. Si traducir es en cierto sentido recrear, aquello era una recreación en el sentido más jocoso de la palabra.

¿Pero qué importaba? Doce años por un lado y por el otro el genio de un escritor capaz de atravesar todas las barreras idiomáticas: el encuentro fue tan fulminante como maravilloso y el mundo de mi familia y mis amigos entró de inmediato en una penumbra sin el menor interés a tiempo que Samuel Pickwick y Sam Weller, Jingle y Winkle, Snodgrass y Tupman, Arabella Allen y Bob Sawyer irrumpían en mi presente con una alegría y un deslumbramiento que más de un siglo de vida no ha podido empañar. Miro distraídamente tres líneas arriba y releo mi enumeración de varios personajes masculinos y de una sola mujer, enumeración reveladora porque así me llegaron a los doce años cuando entre la nutrida cohorte de los pickwickianos y sus amigos la imagen apenas esbozada de Arabella Allen me enamoró profundamente y asumió una importancia que como acabo de verificarlo en estos días no merece en absoluto. Interesante desde luego como verificación de las diferentes lecturas de un texto y de los muchos lectores que se suceden en un mismo lector ¿Cómo vería yo a lady Rowena si volviera a recorrer las páginas de Ivanhoe, a Cosette si me animara a meterle ojo a Los Miserables?

Cuando fui capaz de leer en inglés busqué Pickwick inmediatamente después de los cuentos de Edgar Allan Poe. Sentía como una deuda moral, una necesidad de conocer cara a cara lo que sólo se me había dado desde un espejo no siempre bien azogado. Comprendí entonces los problemas prácticamente insolubles que planteaba la traducción de un lenguaje como el de los Weller padre e hijo y de los espasmódicos discursos de Alfred Jingle, entre millares de otras dificultades. Pero a la vez me di cuenta de que la enorme y constante ebullición vital que emana de los personajes dickensianos era capaz de saltar cualquier barrera idiomática y llegar al lector con una fuerza apenas disminuida.

Confieso que me cuesta hablar de literatura con amigos que no leen el inglés porque me abruma lo que han perdido en ese ámbito de las letras, por suerte Pickwick es una de las excepciones más consoladoras así como en el otro extremo Alice in Wonderland sigue desafiando con su suave insolencia a los traductores más avezados.

Casi da miedo pensar que Pickwick pudo ser un fracaso pues las condiciones en que fue imaginado y escrito distaban de ser favorables. El autor, que sólo tenía veinticuatro años y muy poca experiencia literaria, aceptó el peligroso desafío de iniciar un libro de aventuras cómicas para el que un célebre ilustrador de la época había preparado ya una serie de grabados en los que aparecían personajes que Dickens debería hacer vivir en la palabra; por si fuera poco era preciso entregar una cuota fija de capítulos para su publicación en forma de fascículos como se estilaba en la época.

Contra estas circunstancias que eran otros tantos chalecos de fuerza, Pickwick nació como si Dickens hubiera tenido todo el tiempo y la veteranía necesarios para hacer lo que le daba la gana y la irresistible fuerza de su invención y su humor dominó el terreno desde el principio; a las pocas páginas el autor era el único dueño de la situación y la alegría de su libertad se tradujo en un torrente de personajes entregados a las aventuras más extravagantes. Si algo fascina al lector desde el comienzo es que también él se ve convertido de inmediato en un miembro del Club Pickwick y su lectura es una constante y agitada participación visual y auditiva en los acontecimientos.

Contrariamente a la mediatización tan frecuente en las novelas del siglo XIX en las que cuidadosos preámbulos y minuciosas descripciones parecen decirnos “no olvide que yo soy el autor y usted el lector”, Pickwick nos lanza casi de inmediato a las calles de Londres y sin explicaciones paternalistas nos invita a subir al mismo coche en el que está trepando Samuel Pickwick para regocijarnos de entrada con el diálogo entre el pasajero y el cochero a propósito del caballo. Este ritmo sólo se romperá de cuando en cuando por la intercalación de relatos independientes casi siempre dramáticos o trágicos pero precisamente por eso la reanudación de las aventuras pickwickianas se vuelve aún más dinámica. Dickens fue siempre un maestro en el arte de ritmar sus novelas como un músico gradúa y alterna los ritmos de una sonata para exaltarnos por contraposición. Sin duda esta rápida entrada en materia, esta invitación tácita a mirar lo que pasa en el escenario como si estuviéramos en él y no en la platea tradicional del lector es lo que hace de Pickwick un favorito de la infancia y la adolescencia. A esta participación nada ceremonial se suman otros encantos; paradójicamente, la obligación peligrosa de entregar un capítulo tras otro al editor le da a Pickwick un desarrollo temporal muy parecido al de la infancia poco atenta a un futuro que no forma parte de sus preocupaciones y sólo interesada en que el presente se despliegue en toda su riqueza y variedad. En ese sentido el joven lector y el ya anciano Pickwick son una misma persona pues ambos viven un ahora permanente, por eso el final de cada aventura tragicómica es como el cierre de un día y el preludio del siguiente sin la menor responsabilidad ni cuidado por todo aquello que tanto pesa en la conciencia del pasado y del futuro de un adulto normal.
La crítica ha querido ver en Samuel Pickwick y su criado Samuel Weller una versión -quizá una derogación- de don Quijote y Sancho Panza. Como el hidalgo manchego, Pickwick tiende a lanzarse a aventuras perfectamente descabelladas como su escudero Samuel Weller hace lo que puede por traerlo del lado del sentido común ¿Por qué no si esos acercamientos y similitudes son uno de los grandes encantos de la literatura? Incluso se ha hecho notar cómo Pickwick, al igual que Alonso Quijano, comienza como un extravagante inofensivo para terminar iluminado por una madurez y una sapiencia que reflejan casi míticamente el itinerario iniciático y el arribo a la cima de toda vida humana bien vivida. Pero desde luego las semejanzas no van más allá de las grandes líneas generales en las que también podríamos hacer entrar a otros personajes análogos como Parsifal o Frodo. Y además, franqueza obliga, las aventuras de Pickwick que más se fijan en nuestra memoria agradecida son aquellas en las que el amable caballero brilla por su tontería, su ingenuidad y su buena fe, así como ciertos molinos de viento giran incansablemente en nuestro recuerdo que en cambio guarda muy poco de los sabios discursos del caballero de la Triste Figura al término de su vida. Somos lo que somos: si el Pickwick del final aparece como más noble y más digno, el que vivirá más en nuestra memoria es aquél que después de franquear insensatamente los muros de un pudoroso pensionado de jovencitas se ve enredado en una situación tan equívoca como hilarante, es aquel que se ingeniará para quedar entre dos regimientos de caballería en maniobras que se aprestan a lanzarse a rienda suelta el uno contra el otro. En el fondo la verdadera razón de la persistencia de Pickwick está en que nos devuelve a la alegre inocencia de la infancia sin ética y sin maldad al mismo tiempo Y el deseo periódico de releerlo viene, creo, del inconsciente deseo de beber en él como en la fuente de Juvencia; lo que esperamos y deseamos es el absurdo delicioso de tantas aventuras pueriles en un mundo de adultos, su final no es más que el resignado reencuentro con nosotros mismos y cerrar el libro vale como el gesto melancólico de ponernos una vez más la corbata antes de volver a nuestro trabajo cotidiano.” 

(Fuente: 


Descargar:



No hay comentarios: