lunes, 14 de septiembre de 2015

CD 138 – Con Voz Propia: Fabio Morábito


“La Poesía es el Atajo Lingüístico por Excelencia”

Por Bernardo Marín

El maestro de primaria de Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) era un hombre muy severo y los niños le tenían miedo. Pero cuando empuñaba un libro para leerles una historia adquiría la delicadeza de una geisha. Bastaba que el profesor agarrara el volumen de cuentos con una mano, aunque dejara libre la otra para dar algún coscorrón a los indisciplinados, para que aquel áspero veterano de la Segunda Guerra Mundial se transformara en otra persona.

Fue así como Morábito descubrió el poder del libro. Y fue esa una de las chispas que lo convirtieron en escritor. Una de muchas, porque un artista o un literato se construyen por una constelación de circunstancias. Como los pequeños robos de dinero a sus padres para ir al cine que determinaron cierto comercio con la clandestinidad, sin la cual uno no escribiría jamás. Durante varios años el cuentista, poeta y traductor escribió en el suplemento Ñ del diario argentino Clarín una columna mensual entremezclada de ficción y recuerdos. Con esos 30 textos de unos 2.000 caracteres y otros 50 añadidos completó El idioma materno, un libro sobre aquellas chispas, sobre el origen de la vocación literaria.

Morábito tuvo una infancia trashumante. Nació en Egipto, emigró muy niño al país de sus padres, Italia. Era así un italiano anómalo, pero esa anomalía le ayudó precisamente a adaptarse cuando en la adolescencia cambió por segunda vez de continente, al trasladarse su familia a México por motivos de trabajo. “Si a una extranjería se le suma otra, esa doble extranjería de algún modo te libera de un peso. Hay que jugar esa carta íntimamente, no de manera premeditada. Produce un sentimiento de desarraigo, frustrante o doloroso, pero te da también muchísimas ventajas”, cuenta en su casa, ubicada en un tranquilo complejo de edificios del sur de DF construido como villa olímpica para los deportistas de los juegos de 1968. El lugar inspira serenidad. Y él, amable, risueño, de figura juvenil bien conservada por las carreras que echa de vez en cuando por el barrio, también transmite una imagen apacible.

El éxodo produjo en su caso otra anomalía, porque comenzó a escribir en un idioma distinto del italiano, su lengua materna. “Yo llegué a México sin saber español y los 15 años ya son una edad tardía para aprender desde el punto de vista neurolingüístico. Pero cuando quise ser escritor no me quedó más remedio que hacerlo en mi lenguaje cotidiano. Cuando uno escribe lo hace en una cultura, en un contexto, rodeado de otros autores con los que dialoga. Durante un año sabático en Roma compuse unos poemas en italiano. Sonaban muy bien y me salían casi instintivamente. Pero yo no tenía nada que decir en ese idioma y acabaron en la basura”.

Quizá de ese trasiego provenga el carácter peculiar de sus personajes. Todos pasan por un momento de crisis, se vuelven hacia atrás y hacen balance. Hay siempre en ellos una insatisfacción que les lleva a vivir situaciones insólitas. “Siempre me ha gustado la experiencia de las personas que no tienen nada que ver, nada de qué hablar y quizá precisamente por esa lejanía encuentran una cercanía que no se da con las personas que nos rodean, con las que tenemos confianza, pero también nuestras defensas”.

Morábito no puede renunciar ni a los poemas ni a los cuentos. Su último libro de poesía, Delante del prado una vaca, se publicó en 2011 en México en la editorial Era, y Visor lo acaba de editar en España. Pero ahora mismo está escribiendo en prosa, porque es incapaz de hacer las dos cosas al mismo tiempo, y cambia de género para descansar, con el miedo de no poder hacerlo bien y la sensación de haber traicionado algo. Tampoco puede dejar de escribir. “Para eso se necesita una fuerza especial. Envidio y admiro a quien se siente escritor y no necesita demostrarlo todos los días. Pero yo soy una persona disciplinada, si un día falla esa disciplina, tengo la superstición de que todo se irá al precipicio”.

La disciplina del escritor se activa escribiendo desde las seis de la mañana con un café a mano. Después de tres o cuatro horas se va a su otro trabajo, de investigador en la Universidad Autónoma de México, una labor que le gusta y además le pagan. “De la poesía no puede vivir nadie. Octavio Paz agotaba sus ediciones de tres mil ejemplares en cuatro años”. Hasta allí se desplaza a veces caminando, un lujo en una ciudad monstruosa donde muchos tardan hasta tres horas en llegar a su destino. Ahora mismo está preparando una antología de cuentos populares mexicanos. “Los rescribo, a veces muy profundamente, porque están en un estado rupestre, invento cosas y elimino otras porque la literatura oral es muy redundante”. Sabe que recibirá críticas de antropólogos y folcloristas, pero logrará que las historias terminen en manos del pueblo, para quienes fueron escritas, y no en revistas especializadas.

En 1996 publicó una novela breve para niños, Cuando las panteras no eran negras, pero en realidad siempre escribe para ellos. “Toda mi obra está cerca del aspecto físico de la realidad, de ciertas fuerzas elementales, como la supervivencia o el peligro, las fuerzas que me ayudan a escribir y hacen funcionar la literatura infantil. El niño quiere ser asustado, no admite cualquier tipo de milagro ni de magia, requiere fuerzas antagónicas que luego producen un ganador y un derrotado, y todo con una visión de la realidad física muy tangible. A un niño no le puedes contar cuentos psicológicos, siempre tienes que ponerlo ante situaciones físicas muy claras y muy reconocibles. Y he descubierto con los años que eso es lo que a mí me gusta: soy un escritor infantil que escribe cuentos o poesía clasificada para adultos”.

Morábito cree que muchos de los libros para niños están escritos como si el autor abriera una puerta lateral de sí mismo, y eso produce en ocasiones una literatura para tontos, diminutiva. Y es una tristeza, porque esas historias son las animadoras de muchas vocaciones literarias. En su caso el apetito escritor se le abrió con 10 años, al leer en una tarde De ratones y hombres, de Steinbeck. Ya había devorado a Verne y a Dumas, pero esa historia sobre una pareja dispareja, el grandote retrasado mental y el pequeño que lo cuida y que finalmente lo mata para defenderlo, lo impresionó. “Es una fábula, una historia trágica que un pequeño entiende porque todo transcurre de un modo natural y los personajes son dos caracteres nítidos y contrapuestos. Teóricamente no es un libro para niños, pero sí lo es de forma oculta”. No le interesa la creación como espejo para conocerse y cree que una dosis de ignorancia hacia uno mismo es bastante saludable. Y eso es otro rasgo de literatura infantil.

A escribir poesía se animó tras leer a Umberto Saba. No tanto porque se identificara con su obra, sino por el espíritu que hay detrás, esa especie de religión de lo cotidiano. Ese fue su padre espiritual. Y sus modelos, la transparencia de Giuseppe Ungaretti y el sombreado de Eugenio Montale. En México, Villaurrutia, Paz y Sabines. Y en la narrativa supo por Beckett y Kafka que se puede escribir sobre cosas inertes, aparentemente opacas, mudas anodinas.

Con Kafka, y con García Márquez, aprendió también a no dar explicaciones. “Gregorio Samsa despierta y lo primero que piensa es que va a llegar tarde a la oficina. No grita, no tiene una reacción visceral. Eso es un hallazgo sobre la sensibilidad moderna que supera a la novela decimonónica. Raymond Carver lo llevó al extremo, no explica ni el paisaje, espera que unas gotas de diálogo construyan lo que puedan construir, y cada cuento está a punto de no cuajar por falta de materia”. Durante cinco años, Morábito escribió cuentos que no funcionaban hasta que se percató del motivo: daba demasiadas explicaciones. “Y el que da explicaciones, está perdido”.

Sus cuentos y poemas tienen que tener además algo de suspense. “Hay que provocar un estado de incomodidad en el lector, la sospecha de que algo se va a descubrir. Ese te quito tiempo, pero a cambio te doy algo que tú no te esperabas”. Y ese suspense se extiende también a su trabajo porque empieza a escribir un relato o una poesía, pero nunca sabe cómo lo va a terminar. Y traiciona siempre la idea previa que traía.

Traición. Esa palabra se repite varias veces durante la charla. “Al escritor se le pide que sea el rumiante de la tribu, que mastique a fondo ese alimento que hemos comido y que los demás no han tenido tiempo de analizar. El sacrificio es dejar de vivir un poco para escribir, y ahí hay una traición a la vida. Dar un paso atrás mientras los demás están en la trinchera, para poder ver. En uno de mis poemas el hermano mayor abre camino y el menor se vale de la labor del otro para hacerse artista. Esa es mi visión de un artista y de un escritor: el que se repliega un poco para iluminar las cosas. Y ahí hay también una pequeña traición a los demás”.

Morábito también es traductor, incluso de poesía, aunque es consciente de que en un nivel riguroso esta es intraducible. “La musicalidad es básica y es lo primero que se pierde, porque hay un prejuicio: salvar el significado. Las traducciones de poesía suelen así ser sordas, opacas desde el punto de vista musical”. Ni siquiera se ve capaz de trasladar al italiano sus versos. “Yo me traduje una prosa poética, pero se la di a una amiga y ella lo hizo mucho mejor. Se tomó más libertad y el texto quedó mucho más vivo. Ahí me di cuenta de que yo ya no era un habitante holgado de mi idioma materno”.

¿Y qué le queda al verso en estos tiempos cada vez más conectados e hiperacelerados? Morábito cree que el mundo de la velocidad no pone en entredicho a la poesía, ni siquiera al libro. “La poesía no es sinónimo de lentitud, como muchos creen. Es el atajo lingüístico por excelencia. Por eso los poemas suelen ser breves, un acelerador de partículas que permite saltar sobre muchas cosas e ir directos al grano. El poeta es un velocista”.


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Producción General y Edición: Blanca Curia

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