lunes, 30 de enero de 2017

CD 171 – Con Voz Propia: Julio Cortázar (IV)

Cortázar y el Boxeo

Cuando Ariel Scher me dijo “hablá con Diego Tomasi, que es uno de los tipos que más sabe de Cortázar”, no tuve dudas. Enseguida le pedí que escribiera algo sobre el genial escritor. Lo que sea, lo que se te ocurra, le dije al autor de El caño más bello del mundo, un libro dedicado a Riquelme. Y Tomasi, que hace dos años publicó el recomendable Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar, se despachó con los siguientes textos, que se agradecen.

Por Diego Tomasi

Cortázar descubrió la radio y el boxeo esa noche de 1923 en la que Firpo no le ganó a Dempsey porque no tenía que ser, porque esa pelea estaba más destinada a ser una escena literaria que una competencia justa. Y esa decepción, esa tristeza transmitida por radio, convirtió a Cortázar, a ese niño de nueve años, en un ardiente seguidor del deporte de los puños.
Cuando se volvió adulto y porteño, Cortázar fue a ver boxeo todo lo que pudo. Iba al Luna Park. No importaba tanto quién peleaba. Importaba que hubiera pelea. No eran pocas las veces que iba a la tribuna con un libro debajo del brazo, como un esteta. Leía en los intervalos. Algún personaje suyo, después, hacía lo mismo, y así los límites entre ficción y realidad terminaban borrándose.
En la literatura de Cortázar hay múltiples referencias al boxeo y a boxeadores, y no es ilógico, en ese sentido, que uno de sus libros más estéticamente valientes y juguetones se llame Último round.
En sus cartas, Cortázar deja constancia de su gusto por el boxeo. A menudo escribe a amigos y, en medio de una discusión sobre arte o sobre cine, pregunta si han visto pelear a tal o cual boxeador. O comenta una pelea que vio en París. O simplemente elige una imagen boxística para contar cualquier experiencia mundana. En algún sentido, su vínculo con el boxeo fue similar al de otros escritores que han escrito sobre ese deporte, pero en su caso lo singular es que no hay manera de pensarlo a él, que nunca levantó siquiera un brazo (y cuya actividad deportiva más significativa fue jugar al ping pong con su ahijado en la mesa del living de su casa en la calle Artigas) sin pensar en dos guantes, en una piña bien puesta, en una campana sonando.

La última visita de Cortázar al Luna Park
El día 7 de abril, la revista El Gráfico, a través de Alberto Perrone, invitó a Julio Cortázar a asistir a una pelea de boxeo en el Luna Park. Hacía décadas que el escritor no iba al mítico estadio ubicado en Bouchard y avenida Corrientes. Cortázar aceptó, y fue con Perrone y con el periodista Gabriel Díaz. Ese día peleaba Miguel Ángel Castellini con el estadounidense  Doc Holliday, por el título mundial en la categoría súper welter. Castellini ganó por puntos.
Al día siguiente, Cortázar escribió un párrafo sobre la pelea, que El Gráfico publicó en su edición del 10 de abril de 1973, con el título Un triunfo con algunas nubes. Decía la nota: “Como es lógico, el público fue a ver ganar a Castellini. Como también es lógico, Castellini ganó. La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su auténtica belleza al deporte: la alegría. A la victoria del argentino le faltó todo, salvo la fuerza del punch, y ni  siquiera éste pudo definir una situación que por lo menos dos veces se volvió crítica para Doc Holliday. Fue una victoria chata, sin nada que permitiera festejarla como se esperaba.
Frente a Castellini hubo un hombre que en buena ley deportiva merecía los aplausos que tan sin ganas cosechó el vencedor. Pero Doc Holliday fue además otra cosa: el símbolo amenazante del futuro. Si Castellini no aprende todo lo que le falta aprender, de nada le valdrán las interminables instrucciones que le gritaba Ringo Bonavena”. A Cortázar no le había gustado la pelea, y se notaba.
Y así fue como, tantos años después, un estadio mítico y un escritor consagrado volvieron a encontrarse, y ya no volverían a hacerlo.

Acerca de Torito, de Julio Cortázar
El verdadero personaje de Torito no es Justo Suárez, sino el lenguaje.
Es marzo de 1966. La francesa Laure Guille-Bataillon pretende traducir el cuento Torito a la lengua de Proust. Julio Cortázar, con la cordialidad y calidez que caracterizan sus cartas, se niega. Ella siente curiosidad por saber qué motivos tiene el escritor argentino, cuya obra está siendo traducida a muchos idiomas desde hace muchos años (tanto más desde la publicación de Rayuela en 1963), para negarse.
Entonces, Cortázar dice la frase. Dice: “En ese cuento el verdadero personaje es el lenguaje y sólo el lenguaje. La historia del boxeador está lejos de ser interesante, es siempre la crónica vulgar del pobre tipo al que ponen por las nubes para precipitarlo en la ruina”.
Y explica que, en 1951, cuando escribió el cuento, él buscaba escandalizar a ciertos lectores argentinos que, creyéndose sofisticados, decían despreciar la lengua de los seres de los suburbios. “Fue un desafío y gané mi modesta batalla”, escribe a Guille-Bataillon.
Torito, en su ritmo, en su estructura y en su lenguaje, es único en la literatura de Cortázar, pero no es aislado. Es parte de su búsqueda permanente acerca de las posibilidades infinitas que dan (o pueden dar) las palabras. Siempre tan mágicas, ellas.

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Edición: Blanca Curia

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