jueves, 14 de diciembre de 2017

CD 192 – Atahualpa Yupanqui conversa con Antonio Carrizo


Atahualpa Yupanqui: Prendido a la magia de los caminos

Por Pablo Plotkin

El 15 de mayo de 1946, en Abra Pampa, Jujuy, 174 kollas comienzan una peregrinación a Buenos Aires para reclamarle al gobierno nacional la restitución de sus tierras. Luego de casi tres meses y 2.000 kilómetros de marcha, el llamado Malón de la Paz entra en Plaza de Mayo con sus mulas y carretas. Es un día invernal radiante y los porteños reciben a los expedicionarios con una mezcla de admiración y curiosidad pintoresquista. El general Perón los saluda desde el balcón presidencial vestido con su uniforme militar y los invita a una reunión en el jardín de la Casa Rosada. Los kollas no lo pueden creer: es una reivindicación inédita para los sobrevivientes de un pueblo sometido y esclavizado.
El Estado los aloja en el Hotel de los Inmigrantes y durante un par de semanas los kollas desfilan por todos lados. Incluso juegan un partido de fútbol como preliminar de un River-Boca. Pero algo huele mal en el fondo de todo ese raid mediático; la estadía se alarga y las respuestas no aparecen. El 27 de agosto, sin aviso previo, el gobierno decide que es hora de que los indios vuelvan a casa. En la madrugada del 28, la Policía Federal gasea los dormitorios del hotel y se lleva a los kollas de los pelos. En Retiro los obligan a abordar un tren al noroeste, donde los esperan los capataces con el látigo en la mano.
El 1º de septiembre, Héctor Roberto Chavero, mejor conocido como Atahualpa Yupanqui, publica un artículo en el periódico comunista La Hora titulado "¡Hermano kolla!", en el que se solidariza con los indios reprimidos. "Todas las voces del arte barato, del provincianismo comercializado, te llamaron a sus centros", escribe Yupanqui en plena conmoción. "Hasta que al fin supiste cómo duele el engaño. Tú, indio del Ande, mestizo de la Puna, huésped de Buenos Aires, fuiste echado a patadas."
A los 38 años, Yupanqui era uno de los cuadros intelectuales más importantes del Partido Comunista argentino (alineado en ese entonces con Stalin), y sostenía un enfrentamiento tajante con el peronismo, al que veía, en el tablero binario de la joven Guerra Fría, como una expresión criolla del fascismo. Yupanqui era ya una figura importantísima del folclore nacional, un juglar que recorría la patria cantando historias de gauchos e indios, y un investigador riguroso de las tradiciones musicales de cada región. Era el rapsoda de los desposeídos, el traductor de los silencios de la pampa ("El hombre canta lo que la tierra le dicta"), un espíritu antiguo contando el drama humano en la era moderna. Un periodista anónimo lo describiría así: "Atahualpa es un hombre joven, pero su actividad es tan copiosa, y su fama tan larga, casi legendaria para muchos, que podría parecer cercano a la ancianidad".
"¡Hermano kolla!" le valió un lugar destacado en la lista negra del peronismo. A partir de ésa y otras columnas críticas, el camarada Yupanqui fue prohibido en radios, desaconsejado en escenarios y encarcelado algunas veces. La primera detención fue en abril de 1948, mientras tocaba la guitarra en una reunión partidaria. Al mes siguiente publicó en La Hora una columna en la que responsabilizaba de su situación a "los elementos reaccionarios y pronazis incrustados en el gobierno". "Es pública, pues, mi obra, como es pública mi pobreza", decía Atahualpa. Su fuerza, añadía, radicaba en su guitarra, en la que "caben todas las angustias de mi pueblo".
Cronista, soldado y rehén de un mundo en plena reconstrucción, Yupanqui se escapó a Montevideo en mayo de 1949. Tenía un hijo recién nacido -fruto de su relación con la francocanadiense Nenette Pepin- y otros cuatro a los que había dejado, como olvidados junto a sus madres, en tierras pampeanas y tucumanas. Después de algunas actuaciones en Uruguay, las filiales rioplatenses del PC, a instancias del Comité Central de Moscú, le armaron una gira por Europa del Este. Con una identidad falsa tramitada por el partido, Yupanqui voló a París a comienzos de agosto en un avión de KLM, previas escalas en Dakar, Lisboa y Ginebra. Veinte años después sería un ciudadano adoptivo de la capital francesa, pero entonces era un anónimo, "un artista errante, uno de los miles de desconocidos que transitaban las madrugadas de París mirándolo todo", como escribió en el libro La capataza. "Restaurantes, cafés, gentes y pintorescos tranvías, como si cada noche me estuviera despidiendo de ellos."
Pasó un mes allí y luego voló a Praga. En Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania tenía programados conciertos y participaciones en conferencias. Estudió los folclores de cada país y vivió la experiencia soviética en su momento triunfal, con la victoria sobre el Reich todavía caliente. El entusiasmo político de Yupanqui frente a la realidad socialista fue grande, y quedó documentado tanto en sus crónicas partidarias como en la correspondencia personal. "Anhelo fervientemente que esta experiencia (el comunismo) pueda realizarse en mi tierra nativa, cuanto antes", le escribió a Nenette en noviembre del 49. (Años después, desencantado con el comunismo y hojeando un libro de fotos de la Budapest de posguerra, le diría a su hijo: "No encontré allí pueblos con alegría".)
Los públicos del este quedaron fascinados por el sonido misterioso de esa guitarra. Aun cuando casi nadie le entendiera una palabra, sabían que sus canciones hablaban de la libertad, de la explotación del hombre por el hombre, conflictos universales que ellos adaptaban a su batalla cultural contra el capitalismo. Yupanqui ya había grabado para entonces un buen puñado de clásicos -"Viene clareando", "Piedra y camino", "El arriero"-, pero, más allá de su obra, era la vibración remota de esas cuerdas, la profundidad dramática de su voz lo que conmovía en todas partes. "La forma", diría Yupanqui muchos años después, "tiene que ser nacional y el contenido universal".
En ese viaje no llegó a Rusia porque los fondos del PC se acabaron antes. Volvió a París sin agenda, y le costó muchísimo hacer pie. Paraba en un hotel pulgoso del Barrio Latino y comía una vez al día. En ese tiempo conoció brevemente a Matisse y a Picasso, pero fueron dos poetas camaradas, Paul Eluard y Louis Aragon, los que movieron las fichas para que pudiera tocar. Los conciertos en La Maison de la Pensée y en la sala Pleyel fueron muy bien reseñados, y anticiparon un evento de quiebre en la carrera de Yupanqui, ocurrido en el punto exacto de la mitad de su vida.


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