jueves, 29 de septiembre de 2022

CD 325 – Con Voz Propia: Krimer, Manauta, Mastronardi, Maturo y Urondo - Historias de las Dos Orillas

 

 Carlos Mastronardi:  

"Una breve luz en la oscuridad" 

Por Guillermo Boido 

 

 

El poeta y periodista entrerriano recuerda sus años de conversación junto al río con Juan L. Ortiz, su experiencia de ida y vuelta a Buenos Aires, la falsa antinomia entre los grupos de Boedo y Florida, la amistad con Borges y Gombrowicz y mucho más. "Mal poeta es el que no respeta la palabra", dice en esta minuciosa conversación. 

 

Se diría que su interés por la ciencia, por Valéry y el rigor en la poesía arrancan en su infancia, acá en Gualeguay. 

- Lo heredé de mi padre. Él era un aficionado a las matemáticas, tenía conocimientos muy variados. A mí, mucho después, me preocuparon algunas cuestiones filosóficas vinculadas a la física moderna, como el principio de Heisenberg, la crisis del determinismo. Pero volviendo a mi padre, yo recorrí toda la provincia llevando sus instrumentos de agrimensura. El sextante y el teodolito me fascinaban. Recuerdo que los paisanos lo veían pasar y decían: ahí va el mensurero. Él nos hablaba también, a mí y a mis hermanos, de pintura y escultura, de los grandes maestros italianos, el Giotto, ¿se acuerda? Ese que dibujó a pulso un círculo perfecto.  

 

¿Y Valéry? 

- Me interesó mucho desde adolescente. Lo hemos discutido mucho con Juan L. Ortiz, aunque, como usted sabrá, hemos discrepado mucho sobre cuestiones estéticas. Él me prestaba libros donde se atacaba a Valéry, a él no le interesaba el método. 

 

Tuvieron divergencias ideológicas, también. 

- Sí, poéticas e ideológicas. Por entonces él era anarquista. Pero eran otros tiempos, la amistad importaba más que las discrepancias políticas o literarias: había diálogo, comunicación. Hemos sido grandes amigos con Ortiz. Recuerdo nuestras caminatas junto al río, en las que leíamos nuestros poemas y nos proponíamos modelos: este poeta sí, éste otro no. Y largas conversaciones en la biblioteca. A veces yo lo acompañaba por las noches hasta su casa, cercana al río, una casa llena de cuadros y de gatos. Y de amigos, también. Era un místico, un hombre esencialmente piadoso. Nunca he conocido a nadie que se negara, como él, a convertir sus emociones en jalones de una carrera literaria. Siempre estuvo junto a los desposeídos. Y su bondad, a veces, excedía el marco de la naturaleza humana. 

 

Mastronardi se va a Buenos Aires, Ortiz se queda. ¿Por qué? 

- Supongo que cada uno hizo lo que su temperamento le exigía. Ortiz no podía sobrevivir fuera de este espacio vital, era un panteísta: el paisaje lo abrumaba, pero él necesitaba imperiosamente padecerlo. Usted ha leído sus poemas: "Corría el río en mí con sus ramales"... Es un poeta del espacio, su poesía gira alrededor de esa obsesión por el espacio natal. A mí, en cambio, siempre me ha importado más el problema del tiempo. Quería adquirir una perspectiva universal aprehendida desde la gran ciudad, asistir a los detalles del devenir histórico desde la óptica de Buenos Aires. 

 

Tal vez por eso se convirtió en periodista. 

- Es posible. 

 

¿Había escrito poemas antes, en Gualeguay? 

- Unos ejercicios olvidables, poemas pastoriles, pomposos y ajustados a las reglas clásicas. Todo era imagen y paisaje, lo que en ese momento era norma en un poeta provinciano. Yo no sabía aún que en el mundo estaban ocurriendo profundas renovaciones estéticas y que las preceptivas tradicionales estaban seriamente cuestionadas. Es ardua la tarea de decidir acerca de valores estéticos para el rector provinciano, sometido el aislamiento y la soledad que provienen de la ausencia de diálogo. Los ecos de la crítica ciudadana determinan rigurosamente la estimación que habrá de merecer el artista; su prestigio -establecido por medio de normas que el lector solitario desconoce- será poco menos que un patrón absoluto. Y el sentimiento reemplaza, de tal manera, al análisis crítico y objetivo, que nace forzosamente de la confrontación de opiniones y del diálogo. DaríoLugones, los grandes artífices del modernismo, eran por entonces la viva encarnación de una poesía altamente prestigiada. ¿Cómo admitir, desde la perspectiva de Gualeguay, que la estética de tales creadores podía ser puesta en tela de juicio? El humilde poeta comarcano sólo debía aspirar a imitarlos. 

 

En Buenos Aires las cosas no eran así. 

- No, por supuesto, allí había una enorme efervescencia. Era de rigor atacar e incluso ridiculizar a los modernistas, sobre todo a Lugones, también yo descubrí que los elementos barrocos del movimiento hablan dejado de interesarme. Por ese me acerqué a los poetas de la revista Martín Fierro, o —como decían ellos de sí mismos— los de la "nueva sensibilidad". En realidad, como usted sabe, me radiqué en Buenos Aires para estudiar abogacía, pero terminé estudiando a la gente, los cafés y la poesía. Recuerdo un café de Cabildo y Echeverría, en donde nos reuníamos algunos jóvenes escritores. ¿Sabe que alguna vez se habló de un "grupo de Belgrano"? Esteban Petit de MuratPondal Ríos, entre otros. Luego vino el aprendizaje del periodismo, en Crítica, y la abogacía se olvidó en el desván de los sueños. 

 

¿Cómo reaccionaron en Gualeguay ante esa decisión suya? 

- Bueno, un escritor, un poeta, es una especie de ornamento en estos ámbitos: se supone que se escribe por placer, que se declama un poema en ocasión de una fiesta para amenizar el acontecimiento. En una tabla de valores que sólo atienda a la posibilidad de obtener bienes materiales, el escritor no tiene cabida. Además, tenga en cuenta que la literatura -no sé si para bien o para mal de ella- lograba un nuevo adepto, mientras que la ciencia del derecho -seguramente para bien- lo perdía. Y tal cosa no solamente entristeció a mis padres sino también a los padres de las niñas casaderas de Gualeguay, que debieron resignar un candidato es potencia. Usted sabe, de ciertas mozas con pretensiones se dice por acá que quieren chispas en la puerta. 

 

Quedó fuera del "ranking". 

- Algo así. Afortunadamente, mi primer libro mereció una generosa crítica, seguramente injustificada, en el diario La Nación. Algunos amigos leyeron la nota en el club de Gualeguay, y eso diluyó en parte la reprobación de la llamada gente respetable. Nuevamente se imponía el criterio de autoridad, encarnado en este caso en las páginas de aquel prestigioso diario porteño. Por otra parte, el amable comentario me obligó, por timidez, a permanecer encerrado durante una semana, como si hubiese tomado estado público un delito del que me sentía responsable. Pero volviendo a la significación de la literatura en estos medios provincianos, recuerdo que muchas veces he debido asumir ante mis coterráneos la defensa del oficio como algo válido en al mismo. Cierta vez un médico me preguntó, despectivamente, para qué sirve la literatura. Hube de preguntarle a mi vez para qué sirve estar en el mundo. Son preguntas que sólo pueden ser contestadas con otra pregunta. Tampoco es sencillo el diálogo con quienes manifiestamente aseguran interesarse en la difusión de obras literarias o artísticas: en muchos casos esos personajes se acomodan a la rutina de la tradición, obstaculizando el conocimiento de las nuevas estéticas. La biblioteca de Gueleguay debe mucho al espíritu renovador de Ortiz, con quien integré dos veces la comisión de aquélla, impusimos a Proust -hablo de cuarenta años atrás-, pero no pudimos hacer lo mismo con Joyce. “¿Quién lo conoce aquí?", nos preguntaban, sin ironía. Para algunos socios temerosos y ciertos miembros de la curia éramos individuos peligrosos, avanzada subversiva cuya misión consistiría en corromper a la juventud. La mayor innovación imaginable para ellos, en materia literaria, era adquirir algunos nuevos tratados sobra la siembra de la remolacha forrajera. El control de la biblioteca se convirtió en batalla electoral: estancieros y bendecidas comisiones de señoras propusieron una lista opositora. Ningún feligrés faltó al acto eleccionario: votaron ancianos, lisiados y otras reliquias. Operada la resurrección de los muertos, Ortiz y yo debimos ceder ante lo ortodoxia y, derrotados, regresamos a cuarteles de invierno. 

 

¿A Roberto Arlt lo conoció en la librería de Samet? 

- No, allí conocí a otros escritores; a Arlt lo recuerdo de algunos cafés, especialmente uno que estaba en la zona de Palermo. Era una síntesis de ángel y demonio, un crítico temible. Le gustaba promover situaciones tensas, gozaba con el azoramiento que provocaban sus réplicas y desplantes. En mitad de tina sesuda discusión sobre literatura o estética, se levantaba abruptamente y se iba, luego de proclamar solemnemente que sólo le importaban los ladrones y las prostitutas. En la actualidad se ha fabricado una leyenda negra, una mitología a su alrededor. Recuerdo episodios concretos en los que se ponían de manifiesto algunas facetas áridas de su personalidad. Cierta vez, un dramaturgo de nombradía leyó fragmentos de una de sus obras en presencia de Arlt. Luego de un silencio, Arlt preguntó, con aire inocente: dígame, ¿usted cuando escribe también piensa? ¿O se dedica solamente a escribir, para no distraerse del trabajo? Pero sería injusto tratar de reconstruir la figura de Arlt a partir únicamente de ese anecdotario. También era un hombre candoroso, un ser de gran pureza. Aunque la crítica actual pretende embanderarlo, a él nunca le importó identificarse con éste o aquel grupo; estaba más cerca de los hombres que de los rótulos. Y esto es válido también para muchos otros escritores de mi generación. Fueron los profesores de literatura los que luego presentaron la polémica Florida-Boedo como una opción de hierro. Podíamos disentir en lo ideológico, en lo estético, pero éramos amigos, nos respetábamos. 

 

Había diálogo. 

- Es claro. Yo le niego que usted insista acerca de esto. Aquellos grupos nunca dejaron de saludarse por encima de las barricadas. Recuerdo a Alvaro Yunque, que iba a las reuniones de la gente de Florida, y exponía su posición, sus críticas. A Roberto Arlt, a Mariani, los recuerdo en las oficinas de la revista Martín Fierro; el errante Fijman y su amigo Vallejo, ese muchacho proletario, también estaban allí. A Nicolás Olivari, a los hermanos González Tuñón, hombres de izquierda, que no estaban de acuerdo con las posiciones estéticas del ultraísmo, pero que iban y dialogaban. Habla comunicación entonces. Hoy en día la indiferencia, cómo decirlo, el caos, la falta de comunicación entre los escritores, entre los seres humanos en general, me resulta espantosa, inadmisible. 

 

¿Por qué se alejó del grupo de "Martín Fierro"? 

- Ellos propusieron un planteo teórico, una renovación que sólo se cumplió en parte. Estuve de acuerdo con la liquidación de bacantes, canéforas y blancos cisnes, huéspedes infaltables del poema modernista. Pero el ultraísmo llegó a proclamar, en la práctica, la identificación de la poesía con la metáfora, muchas veces utilizada gratuitamente y en términos de un inaceptable mal gusto. Recuerdo uno de mis primeros poemas escritos bajo las normas de la nueva secta: cada verso alojaba una metáfora. La palabra también es música, y el movimiento se manifestó sordo ente ella. Pero además la metáfora fue utilizada generalmente para sorprender al lector o deslumbrarlo; el poema se convierte entonces en una acumulación de fuegos de artificio, en un chisporroteo. Deja de ser una entidad orgánica cuya finalidad es la de proponer al lector una comunicación o una reflexión sobre el mundo, y se convierte en una forma de avasallamiento lúdico. 

 

¿Y el humor? 

- En gran parte también tuvo un carácter gratuito. No me refiero, claro está, a cierta forma de humor metafísico como el que practicaron, por ejemplo, Macedonio Fernández o Xul Solar. Me refiero al humor por el humor mismo, al ingenio que nace y muere en sí y que es estéril e inoperante. En tal sentido, creo que el ultraísmo careció de la imprescindible autocrítica. 

 

Pero hubo también cierta dedicación a la historia, a lo telúrico.  

- No, eso fue una intelectualización, nunca hubo un interés genuino por esas cuestiones, un sentimiento realmente auténtico. Algunos poetas martinfierristas se interesaron luego por los motivos de nuestra tierra, pero eso ocurrió años después. Marechal, por ejemplo. 

 

¿Nunca volvió a integrar grupos literarios? 

- Nunca. Finalicé una etapa y a partir de allí emprendí un camino solitario. Por supuesto, seguí siendo amigo de todos. Algunos de esos amigos lo fueron para toda la vida. 

 

Borges. 

- Si, claro, y otros también, ¿Leyó Luna de enfrente? 

 

Sí. 

Borges... Él es un gran poeta, me interesa mucho. Creo que nadie lo ha superado. Hemos andado mucho juntos. Pero también tuve otras amistades, con Fijman por ejemplo, ese hombre ambulante, apocalíptico. Una amistad difícil, sin duda. 

 

Se ha dicho que la generación de "Martín Fierro" no tuvo sensibilidad social. 

- Pero no es verdad. Si bien sus integrantes no se inclinaron hacia el poema cívico, al que eran afectos los escritores de Boedo, también supieron en su momento exponer sus inquietudes políticas y sociales. Lo que sucede es que Martín Fierro fue un movimiento esencialmente estético, y nunca trató de gravitar sobre el plano política. Hubo hombres de izquierda, como Raúl González Tuñón, que buscaron en Florida sus herramientas expresivas, sin renunciar por ello a su ideología. Por otra parte, muchos martinfierristas apoyaron luego a Yrigoyen que por entonces encarnaba loe anhelos de justicia social y era considerado, por parte de la clase alta, como el abanderado del "populacho". 

 

Hubo un Comité de intelectuales. 

- Si. el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes. Estábamos BorgesPondal RíosPetit de MuratRaúl González Tuñón y su hermano Enrique, yo y algunos otros, Así que ya ve, la antinomia es, digamos, un invento posterior. Ni Boedo era Rusia, o realismo sudoroso, ni Florida era Francia, arte puro y desinterés por lo social. Ya le digo, eran otros tiempos, los escritores dialogaban. 

 

Pero ese Comité no gravitó demasiado. 

- Fue un episodio breve, aunque significativo. Finalizaba una época, ya al comienzo de la década del treinta. Nuestra generación se cumplió al cabo de una gran guerra que iba a acabar con todas las guerras. Cuando sus hombres se dispersaron, iba a acontecer el tiempo del desprecio, iniciado con la guerra civil española. Regresé a Gualeguay y aquí me quedé hasta 1937, año en que me instalé definitivamente en Buenos Aires, Pero todo había cambiado, o estaba a punto de cambiar. En España ya se peleaba, el diálogo se habla vuelto áspero y en el mundo ocurrían hechos de extrema gravedad. Aquellos grupos literarios ya no existían. 

 

Esa nueva experiencia provinciana, hasta 1937, parece haber sido muy importante para usted. 

- Sin duda. Yo volvía a Entre Ríos después de una experiencia vital, muy importante cumplida en Buenos Aires. Sin embargo, en otro sentido, mis manos estaban vacías. Esos años de residencia en Gualeguay fueron motivo de búsquedas y análisis, no siempre gratos a la memoria. Fueron años oscuros, apenas mitigados por la presencia de Ortiz, el río, la provincia. Alejado del ultraísmo, medité mucho acerca del oficio del poeta, regresé a Valéry, traté de llevar a la práctica mis conclusiones. Por entonces había muerto mi padre y mi soledad era grande. No quería convertirme en un poeta de fiestas ocasionales, o invocar la facilidad de cierto prestigio que mi aventura bonaerense rae había otorgado. Durante el día escribía para el periodismo local; cuando anochecía me instalaba en la amplia cocina, junto al fuego, y mientras tomaba mate, escribía mis poemas. Trabajé largas noches, hasta el alba. Muchas veces llegaba la luz junto con las voces de los escolares que iniciaban su jornada: yo sabía entonces que debía recoger mis papeles e irme a dormir. Me había ganado la obsesión por la forma de un poema: a veces regresaba al comienzo, corregía, retocaba, prueba tras prueba. Así fueron pasando los meses y los años. Tiempo después medité acerca de aquellas duras noches y pensé que la obstinación, como la soledad. suele engendrar monstruos. Tal vez por eso, aunque el esfuerzo haya sido arduo, los resultados fueron magros. 

 

Nadie lo va a creer. El resultado fue "Luz de provincia". ¿Cuántos años le llevó escribirlo? 

- Muchos. Después de publicado lo retomé nuevamente, volví a corregirlo. Como usted sabe, antes que en la inspiración creo en el trabajo. El trabajo poético es una forma de inspiración dirigida y controlada. A diferencia del hombre de ciencia, el poeta debe crear constantemente su propio lenguaje, y esa creación es consciente. El lenguaje poético supone una síntesis entre elementos discordantes; el sentimiento, que es natural y espontáneo, y la palabra, que es convencional. Por eso la empresa del poeta adquiere en cierto modo un carácter dramático, y el tránsito hacia el poema se vuelve doloroso 

 

Jorge Calvetti ha dicho que la búsqueda de la forma definida, en "Luz de provncia", parece estar ligada a su propio destino. 

- Bien, al fin y al cabo, a lo largo de su vida un poeta sólo puede escribir un único poema. Cambian los títulos, los versos, pero el poema siempre es el mismo. Por otra parte, mi propio ritmo interior es lento, pausado y eso en parte explica que haya tardado largos años en componer el poema. 

 

¿Cómo opera la naturaleza en "Luz de provincia"? 

- Como un sedimento detrás del cual subyace el tiempo. El paisaje, la geografía, importan menos que el fluir de un tiempo vivo, o la reducción de la memoria a un tiempo siempre presente. Eliminé adrede toda referencia costumbrista, todo término de origen regional a nota pintoresca. No se trata de un poema de raíz folklórica, ¿Oyó la radio de Gualeguay? 

 

No. 

- Bueno, no lo haga. Durante todo el día transmiten esas canciones presuntamente folklóricas o alambicadas, cuando no idiotas. Que el chango Fulano o el chango Zutano. Usted entiende a qué me refiero. En esas letras, o en ciertos poemas puramente descriptivos, paisajistas. La palabra no se utiliza en profundidad, no se revela. Allí no hay poesía. Mal poeta es el que no respeta la palabra. 

 

Esa crítica también es válida para algunos poetas ciudadanos. 

- Por supuesto. Hay poetas que escriben como si conversaran de bueyes perdidos con el vecino. Otros especulan con el impacto, la sorpresa verbal, la referencia a lo extraño o lo desconocido, pero no hay allí elaboración, trabajo, no hay un hecho estético. 

 

¿Qué juicio le merece la poesía del 40? 

- En general mi actitud es de recelo, hablo incluso de la poesía actual. Me resulta dudosa. Hay demasiada conversación o caos, o palabrería, o imagen gratuita. 

 

Pero habrá excepciones. 

- En algún momento me Intereso mucho Antonio Porchia, a quien conocí en un café de Buenos Aires y con el que dialogué algunas veces. Era un hombre afable y sencillo, un poeta profundo, sin duda. También me importó Barbieri, pero no voy a agregar nombres. En la actualidad prefiero releer a Borges. ¿Vio esos poemas que se escriben hoy en día, con versos cortados en mitad de una palabra, o diagramados en espiral? Es un caos, un verdadero caos. Hay poetas que quieren destruir el lenguaje para construir sobre las ruinas un poco de fuego de artificio. 

 

¿El surrealismo? 

- Ahí tiene. El superrealismo se presenta como una alquimia, no como una química. El poeta resulta ser un iluminado, el tomacorriente de alguna divinidad. Todo ocurre misteriosamente: sobreviene la inspiración, el éxtasis, nos visita el Ángel y ya está el poema. No niego la validez de ciertos resultados, pero metodológicamente la técnica superrealista me resulta un tanto esotérica. 

 

El propio Breton adujo la necesidad de organizar el material. 

- Es que las leyes del poema son las de una artesanía, no las ignoradas leyes de una experiencia mística o metafísica. El poema es una conquista del trabajo personal, antes que el resultado de una inspiración azarosa o afortunada. La poesía es un hacer. Así como se construyen instrumentos para medir u observar, también se construyen instrumentos para sentir. Y esto es lo que hace el poeta. 

 

Cuando usted regresa a Buenos Aires, la hace ya definitivamente como periodista. ¿Fue ésa uno experiencia valiosa? 

- Lo fue. al menos para mí. En El Diario hice muchos amigos y conocí gente muy diversa. La guerra civil española y luego la gran guerra trajeron a su redacción a muchos exiliados europeos, hombres que cumplían funciones muy modestas a pesar de que, en ciertos casos, atesoraban una vastísima cultura. Recuerdo a un italiano, Muscolino, un socialista que era doctor en letras y conocía nueve o diez idiomas. Solía recitar en latín fragmentos de La Eneida, poemas de Lucrecio: él mismo era poeta. Aquí nadie lo conocía, hombre marginal y pobre, nunca pudo en Buenos Aires rehacer su vida. En El Diario se ocupaba de llevar la correspondencia o retirar del archivo los materiales que necesitaban los redactores. Su jefe era un individuo insignificante que lo humillaba: sus compañeros de trabajo ignoraban sus méritos y preferían destinar su atención al vanidoso sonetólogo que frecuentaba la redacción en busca de notoriedad. Hubo muchos casos como el de Muscalino. Como El Diario era el vocero de la causa republicana, muchos españoles emigrados, luego de la derrota, Se acercaron a él. Así conocí al catalán Escarré, hombre ampliamente versado en música (a quien debo mi admiración por Brahms y Debussy y que debió ganarse la vida escribiendo editoriales sobre el cultivo de la remolacha. Pero por, sobre todo, el periodismo me permitió asistir al incesante desfile de vanidades de los que quieren alcanzar el estado público, a la despiadada lucha por la conquista de notoriedad. No puedo menos que sonreír ante tales esfuerzos, ante tanta venalidad. También aprendí cómo el lenguaje periodístico puede ser instrumentado para ocultar la verdad o al menos para atenuar tendenciosamente los significados. Fíjese en este ejemplo durante un proceso de inocultable implicancia política: un ministro de Justicia separa de su cargo a un fiscal, ciertas instituciones inspiran temor a quienes deben evaluar públicamente su cometido. Entonces se acude a un lenguaje elíptico o a la atenuación idiomática. No corresponderá decir que el fiscal de marras ha sido dejado cesante, sino sencillamente que su nombramiento "se ha dejado sin efecto2. La cosa parece importar menos que su nombre. Y aquí, al revés de lo que ocurre en el caso del lenguaje poético, la palabra no revela, sino que oculta. Lo explicaba parece exigir justificación y disculpa.  

 

Por aquellos años conoció a Gombrowicz. 

- Sí. y también al poeta jujeño Calvetti que es hoy uno de mis mejores amigos. Él hizo esa antología que usted conoce, la que publicó Eudeba. 

 

¿Cómo pudo ser su amistad con Gombrowicz? Era un extrovertido, un ególatra. 

- Ah. discutíamos mucho, pero nos respetábamos. Gombrowicz tenía un fondo hegeliano: decía que del enfrentamiento de los opuestos nace el conocimiento, tal como la chispa nace del choque entre las piedras. Odiaba el sentimentalismo, le gustaban las antinomias, las contraposiciones. Solía practicar un humor ácido, incluso con sus pocos amigos. "He resuelto privarme para siempre del alto honor de saludarlo", escribió en una misiva destinada al director de una revista que se había negado a publicarle un trabajo. Era la antítesis de lo que tradicionalmente se considera un europeo culto. Leía poco, ya que afirmaba hospedar las fuentes en sí mismo. A Valéry lo consideraba un bizantino: "Qué muerto debe estar su Valéry", me decía. Yo no le hacía caso. Creo que fue un escritor muy original y talentoso, ¿Sabe cómo murió? 

 

No. 

- Una parálisis progresiva, allá en Europa. He pensado mucho en eso. Yo escribí alguna vez: El tiempo nos acaba, pera considerada como una serie de momentos, se me figura más piadoso que el terco espacio. Y mi amigo Eise Osman: Nacemos en el tiempo y morimos en el espacio. A Gombrowicz lo mató el espacio: murió en una silla de ruedas. 

 

Sus "Memorias de un provinciano" finalizan a comienzos de la década del cuarenta. ¿Qué sucedió después? 

Es historia reciente y sin interés. Debería abrumarlo con una relación de vejeces. Seguí dedicado al periodismo, salvo durante un año, en 1953, en que residí en Brasil. Fui inspector de hospitales municipales. Di conferencias, publiqué esos libros que usted conoce, hice algunas traducciones de Mallarrné, de Henry de Montherlant, para Sur. Y aquí estoy, en paz con el mundo, desvaneciéndome. 

 

También recibió premios. 

- Es un accidente. Los premios no importan demasiado, pertenecen a la historia visible del escritor, la que me aparta de la calma y el silencio. 

 

Usted ha sido uno de los poetas argentinos que en mayor grado se ha interesado por el aspecto formal del oficio poético. ¿Qué es la poesía? ¿Para qué sirve? 

La poesía es tiempo sentido: una forma de recuperación del tiempo por medio del sentimiento, e través de un lenguaje. Nunca como en aquellos años en que escribía Luz de provincia tuve esa certeza. A lo largo de las noches me cuestionaba los pobres resultados obtenidos; y a pesar de que a veces me ganaba el desánimo, seguía adelante. Y volvía a corregir, y volvía a recomenzar. Sentía esos pocos logros como una contribución del lenguaje e la satisfacción de una necesidad básica, la de imponer un orden en el caos. Y aunque por entonces no la conocía, noche a noche aplicaba aquella máxima del maestro Confucio: Es mejor encender una humilde vela que maldecir de la oscuridad. Creo que la poesía es eso: una cuota de orden en el caos. Una breve luz en la oscuridad. 


(Fuente: https://revistacrisis.com.ar/notas/carlos-mastronardi-una-breve-luz-en-la-oscuridad) 


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Track 01: Juan José Manauta – La Imagen Resplandeciente (04:38) 

Track 02: Graciela Maturo – Un Viento Desordena los Días (03:13) 

Track 03: Carlos Mastronardi - La Rosa Infinita (05:29)

Track 04: María Inés Krimer – Mhüler (05:09) 

Track 05: Juan José Manauta – Dentre (03:16) 

Track 06: Francisco “Paco” Urondo – La Pura Verdad (02:16) 


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